jueves, 18 de diciembre de 2008

Eso si que fue una lotería


Se acercó tanto la lotería de Navidad, que ya está aquí. Se nos caerá encima en sólo cuatro días. Durante mi infancia/adolescencia, la lotería era el acontecimiento más importante del año. Una buen momento de lanzarla, las vacaciones escolares, donde el cuerpo y la mente se muestran más propicios al ocio y a la suerte. Pero yo no pensaba en la suerte, porque no jugaba a ningún número, si no más bien en la diversión que nos proporcionaba ese día.

Te despertabas con el soniquete de la radio, que emitía sin cesar el extraño canto de unos extraños niños llamados de San Ildefonso. Siempre me preguntaba porque ese santo había tenido tantos niños, y donde estarían el resto del año, ya que sólo se hablaba de ellos ese día.

No cantaban mal, pero siempre cantaban lo mismo: tatatatata tatata, decía uno de ellos y le contestaba el otro tata tan pesetas. Así una y otra vez durante las horas que duraba esa maravillosa y cantarina mañana. Hacíamos nuestra vida casi normal de una mañana de vacaciones cualquiera. La única diferencia era que de vez en cuando, si nos encontrábamos en el pasillo, nos preguntábamos unos a otros: ¿ya ha salido el gordo?. No todavía no, este año viene retrasado, no como el año pasado que fue tan madrugador.

Hasta que por fin, el niño que decía tatatatata tatata, encontraba una respuesta más pausada, más solemne, algo así como ta - ta - tan pesetas. Ese era el gordo y para demostrarlo los dos niños de San Ildefonso que cantaban, repetían una y otra vez esa canción. Una vez tras otra mientras un ruido de fondo, como de gente incrédula armando bulla, crecía y crecía, hasta que una voz, no de niño, sino de señor mayor algo enfadado, repetía, sin cantar, el tatatata ta y el mismo se respondía: tata tan pesetas.

Ha salido el gordo ha salido el gordo, decía un locutor tan entusiasmado que te llenaba el alma de gozo. Pensaba yo que pasaría si el gordo no saliera nunca, pues sería el gozo en un pozo o algo así.

A partir de ahí nos pegábamos a la radio sedientos de información, como si en ello nos fuera la vida. La pregunta estaba en el aire y tenía que caer con estrépito: ¿pero donde ha tocado?. El locutor hacía sus averiguaciones, pasaban unos minutos muy intensos, todos con el alma en vilo, conteniendo la emoción, esperando la respuesta. Hasta que por fin el misterio se aclaraba.

El gordo, dijo el locutor ha correspondido a Jaraíz, Jaraíz de la Vera. No entendí que quería decir correspondido ni tampoco sabía que un pueblo de España se llamara así, aunque presentí que debía ser muy bonito, el pueblo, o por lo menos la gente que compraba lotería en ese pueblo muy suertuda.

Todo el mundo animados por el locutor estaba encantado y nosotros, por supuesto, también. Nos abrazábamos y nos deseábamos felicidades, aunque era evidente que no éramos vecinos de Jaraíz, ni vivíamos en la Vera, ni siquiera aunque viviéramos allí habríamos comprado lotería de Navidad.

Si hubiera habido televisión, habríamos visto a la gente de Jaraíz, que son más o menos iguales a nosotros, saltando felices en la calle, al señor Alcalde contándonos lo bonito que es el pueblo, lo bien que se come, promocionando los productos de la tierra entre los que destacaría el mejor pimentón del mundo etc. etc.
Como no teníamos televisión no pudimos ver los bares llenos, donde la gente seguía saltando abrazada, mientras botellas de aparentemente cava se escanciaba a todos los parroquianos, les hubiera o no tocado ese tan esperado gordo.

Llegaron los de la radio al pueblo, que parecía que para esos reporteros no hubiera distancias que no se pudieran superar en unos pocos minutos. Siempre había un entrevistado, al que no le había tocado el gordo pero estaba igual de contento, como nosotros, porque el pueblo podría aliviar la crisis por la que estaba pasando el campo, los pimientos y el tabaco, porque la gente podría pagar sus hipotecas y comprarse coches, lavadoras, y silestone para la encimera. Como no había televisión, no podíamos ver como un discreto señor, trajeado y con una cartera de piel negra, abría el banco a horas intempestivas, ni a los de la tienda de electrodomésticos y de coches sonrientes y frotándose las manos.

Había otros premios en la lotería, que se llamaban “la pedrea”, pero de eso nadie se ocupaba. A esos no los entrevistaban, aunque hubo gente que, por extraño que parezca, sacaba más dinero con la pedrea, que con el gordo.

Años más tarde, cuando ya había televisión, e imbuido por el espíritu navideño del que tanto se habla, compré lotería de Navidad para que me tocara el gordo y poder saltar abrazado a los de mi pueblo, bebiendo supuestamente cava, pero nunca me tocó y caí en la desesperanza. Hasta que un día decidí que ya era hora de que me tocara a mi, e inventé un sistema infalible. Me compro diez décimos con terminaciones desde cero a 9. Cada año espero al día 22 de diciembre y no falla, me toca el 10%. Probarlo, es totalmente seguro y ahora con la crisis una buena inversión. Mejor que dejárselo a ese tal Madoff. Eso si que fue una lotería.

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