sábado, 13 de junio de 2009

Y hablaron las cuchillas.


Empujaba la cama a través de los largos pasillos, con la meticulosa capacidad del transportista que conoce los giros y frenadas necesarios para llegar al piso inferior. Cerré los ojos porque no quería recordar el camino de ida, si de vuelta me traían por el mismo sitio. Miedo al miedo.

Aparcaron la cama, paralela a una enorme puerta de metal cómo la de un garaje. Silencio. Incorporando levemente la cabeza pude ver que era el primero de una fila de cuatro camas alineadas frente a otras tantas puertas de garaje. Pensé que esa imagen la había visto anteriormente. Una mezcla de ciudadano Kane y Matrix. ¿Qué vendría después?.

Pasaron unos minutos, quizás quince. Ruidos de pasos. Pude escuchar voces que se daban los buenos días. Miré desde la altura de estar tumbado. Se acercaban sombras, como muñecos de color verde: gorros verdes, ropa verde. Se abrieron las puertas de los garajes metálicos con un ruido metálico de puertas de garaje. Miré. Las cuatro camas giraban noventa grados y desaparecían por las puertas. Cada una por la suya. Adiós.

Dentro del garaje alguien se acercó a mi cara y me dijo: soy su anestesista. Había otra cara a su lado. Le contesté: ¿Todos llevan las mismas gafas?. La pregunta no era pertinente, por lo que no obtuve respuesta.

Manipularon mi cuerpo como habían previsto, hasta que me empujaron a la otra habitación. Hace frío, dije. Los techos muy altos con lámparas enormes llenas de focos. Tendré que venir otro día para verlo mejor, pensé.

Me trasladaron a una camilla, dura y estrecha. Sentí que me podía caer. Se me acercó de nuevo la misma cara y me colocó delante de nariz y boca una campana de plástico. Respire hondo, me ordenó. No lo haré, pensé. Respire hondo, repitió la voz de las gafas. Entonces le hice caso sin remedio y allí se apagó mi luz y hablaron las cuchillas. Acción limpia y profesional

Cuando despiertas estás en paz contigo mismo, porque has llegado hasta aquí. Has saltado la valla y estás de nuevo de pie, aunque tumbado. Tu cerebro busca la luz que se acerca lentamente hasta convertirse en leve pensamiento. Ah, ya se, estoy en un parking de camas.

Me había dejado las gafas en algún sitio y lo veía todo pixelado. Luces de colores y pitidos de naves espaciales. Todas tus extremidades se prolongan hasta las máquinas mediante tubos y cables. Depósitos colgados sobre tu cabeza vierten líquidos que succiona tu cuerpo. Cada pocos minutos una faja presiona tu brazo derecho. Se hincha y se deshincha marcando tus latidos.

Parece divertido hasta que llega el dolor. Se acerca una cara, esta vez sin gafas. Le pondré morfina, dice. Todavía me duele, digo. ¿Cuántos años tiene?, preguntó. ¿Una pregunta trampa?. Le dije 67 y me dije vale. Si le digo 80, pensé, ¿me pondría más?. Ante la ausencia de dolor pude disfrutar de un gran espectáculo de luces, sonidos, murmullos y voces realmente flipantes, durante aquellas 14 horas de parking galáctico.

El viaje de vuelta se hace contra el miedo en retroceso y es más tolerable. Avanzas por el techo gris y metálico. Un paisaje que te acerca a la luz natural de la realidad más prosaica. Avanzas hacia ti mismo. Tu mundo sin misterio. Al llegar vi la cara de Mar y pensé: estoy en casa.

2 comentarios:

  1. Espero no tener que pasar nunca por ese tipo de experiencia, don Juanjo. Aterra.

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  2. Joder, don Guango, qué bien afilada tienes la pluma. Tremendamente descriptiva. Viví esa situación varias veces en mi vida, la última hace tan sólo cuatro meses, y tu narración no se aparta un ápice de la realidad. Cada día que pasa descubro en tí una nueva cara del poliedro.

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